sábado, 28 de noviembre de 2009

resiliencia

nuevamente de pie...
el cuero resiste y el corazón batalla.
la sangre se seca sobre mis heridas viejas.
recojo mis huesos, recobro mi aliento.
el sol le ha ganado otra vez a mi noche,
y aquí estoy de nuevo,
sosteniendo el camino en mi mirada,
olvidando mis huellas para pisar mi futuro

nuevamente de pie...
y aún persisto en la esperanza
de que los días nuevos valgan la vigilia
y el dolor y el miedo y el vacío transitados.
presiento la certeza de mi propia fuerza.
la vuelvo mi escudo, la declaro mi insignia.
si tanto he cedido, tanto he resignado,
todo lo he perdido por retener tu abrazo.

nuevamente de pie
ya he esperado tanto… tanto he combatido,
y aunque mi boca sabe a derrota y espanto,
te extiendo mis manos para que me sigas,
para que te quedes conmigo.
porque no se de nada que no te nombre,
no tengo espacio para que no me habites,
no doy pelea que no sea tu causa.

lunes, 26 de octubre de 2009

de la magia y el destino

Meses atrás, la pared de una de las salas de mi madre se pobló inesperadamente de una constelación de retratos antiguos. Ella misma los había rescatado de los baúles herrumbrados donde habían permanecido en un letargo casi centenario. Repasando en detalle aquella sepia monocromía, recortada pesadamente en un escándalo de formas y tamaños, me capturó el salón de la mítica Confitería Sangiorgio.
Mi tatarabuelo, Calo Sangiorgio, un genovés testarudo y progresista, la había fundado por los días en que el pueblo estrenaba siglo en cinco idiomas. Durante años, se disputó con el Club Social la jerarquía de “sede de encuentro” de la acicalada y floreciente sociedad local, y a sus mesas se congregaban comerciantes emprendedores, hacendados satisfechos, intelectuales febriles y anarquistas en fuga. No por falta de escudo, esta pequeña elite cosmopolita adolecía de estilo y entre naipes, caña y tabaco, se amalgamaba puntualmente bajo la tutela de los gobelinos de Sangiorgio.
El orgullo de Calo eran sus licores, sus helados y sus pannetone, todos elaborados según las recetas estrictas que había aprendido durantes sus meses a bordo del Principessa Mafalda. Sin quererlo, quizás también a su pesar, había zarpado de Génova como armador de barcos y había arribado transformado en repostero y licorista. Con el tiempo, el pueblo entero terminó por sucumbir a sus manjares, que destilaban almíbares, especias, y óperas de Verdi.
La fotografía me había impresionado al punto que temí que si no dejaba de mirarla, cobraría vida, como si los personajes retratados estuvieran esperando alguna señal para empezar a hablar y circular entre sillas y escaparates, y el humo de las pipas a trepar errante hasta las cornisas, y el péndulo del reloj a resistir en dos tiempos su cautiverio. Acodado sobre el mostrador caoba, los mostachos del abuelo Calo dominaban el mar de panamás y bombines. Intercalados con las mesas, los mozos, de chaleco y delantales al tobillo, sonreían diligentes con las bandejas en alto. En primer plano, el juez de paz miraba a la cámara severo, una mano sobre la otra y las dos sobre la empuñadura de su bastón de bambú y detrás de él, los peinados a la gomina contenían, sin mucho éxito, varios intentos revolucionarios.
A través del cristal de las carameleras asomaban cómplices las cabezas enmarañadas de la nieta menor de Calo, mi abuela Mecha, y de Margarita, cuarta hija de Natividad, la cocinera principal. O Nati, como todos la llamaban, una correntina, todo amor y melaza, que se había descolgado por el río escapándole a un cafisho vengativo y pendenciero. Al descubrirlas en la imagen, recordé una de las historias con las que a Mecha, ya abuela de nueve nietos, le gustaba acompañar las sobremesas de anises y peladillas.
Al momento en que había sido tomada la fotografía mi abuela habría tenido unos diez años y Margarita debería entonces haber cumplido los catorce. Andaban siempre juntas. Hurgaban los rincones del salón y la cocina como si necesitaran develar algún misterio extraordinario. Habían descubierto también que Becker pagaba mejor que Lugones a la hora de agobiar a los parroquianos con maratones poéticas a cambio de monedas, y la estrategia perfecta para hurtar de la despensa huevos de codorniz y dulce de cayote. Nati, que estaba al tanto de estas incursiones, pasaba de ejercer controles, en el caótico ajetreo de su rutina. Menos se esperaba del abuelo Calo, siempre absorto en su música, su política, sus fantasmas ligures y los vahos de una nostalgia teñida de agradecimiento por todo lo que había vivido en su ya septuagenaria existencia. Así las cosas, las niñas habían montado en la bodega, escaleras abajo, su base de operaciones y desde allí controlaban los movimientos, las noticias, los secretos e intrigas que circulaban sobre las baldosas en damero del salón.
Seguían al día las novedades sobre la cruzada de Benoit, un joven ingeniero alsaciano que había llegado al pueblo al frente de la ampliación del puerto. A un mes de su arribo, había conocido a la hija del intendente Berrueta, María Elisa, y desde entonces gastaba las noches de cigarrillos eternos desarrollando tácticas imposibles para conseguir su atención. Todas las tardes, a la hora en que las mantillas negras se copiaban en el camino a la catedral, y la pirámide de la plaza conseguía su sombra más larga, Benoit pasaba por el mostrador de Calo a morigerar su amorosa desazón y relataba en tono épico, los mágicos encuentros provocados.
Tanto Nati como las niñas habían subscripto de manera inmediata a la causa alsaciana porque el joven parecía tener buenas intenciones, pero por sobre todas las cosas, porque se entregaban embelezadas al embrujo de su exótico y refinado acento. Calo se limitaba a escrutarlo a través de sus tupidas cejas, mientras le servía la segunda vuelta de bebida esperando encontrar la manera de ayudarle, tal vez en pos de resarcir alguna historia de amor frustrado, de esas que nadie conocía porque se habían quedado del otro lado del océano. Y al fin un día golpeó el mostrador con tanta fuerza, que las copas y las botellas parecieron dar la última llamada a misa de siete. Su genio iluminado había conseguido resolver la manera de aliviar la agonía enamorada de Benoit y aprovechar el beneficio político de recibir en su prestigioso local a la familia entera del intendente. Usted haga lo que le digo y verá como nos ponemos al padre en el bolsillo. Invite a toda la familia a cenar el jueves, como si fuera cosa de homenaje de su empresa a la intendencia. Nati y yo nos encargaremos del resto, y ya va a ver, esa niña no tendrá ojos para otros ojos.
Esa noche, Calo se abotonó orgulloso la levita a rayas, lustró los cristales de las vitrinas y la plata de los cubiertos, y miró cincuenta veces su reloj de cadena, esperando la hora en que la Confitería Sangiorgio abriera las puertas a los Berrueta en pleno. Nati se había pasado la tarde cocinando, los pómulos enrojecidos al calor de los fuegos. Faisanes, pasteles, sopa de profiteroles, risotto, conejos guisados con alubias e hinojos, mazapán con frutas. Un menú de seis platos infalibles que Calo había elegido regar con las joyas de la bodega. Entre morteros, cucharas y cobres, las niñas habían participado de los esmerados preparativos y detrás del costal de harina, Margarita le reveló a Mecha el más celoso de todos los secretos culinarios de la correntina. Esa noche, cuando sirvieran el postre se obraría un milagro. Nati había preparado los tocinos del cielo con una receta heredada de sus ancestros hechiceros, de probado éxito en la producción de parejas felices. Qué mejor excusa para medir el efecto de la brujería guaraní que la de ayudar al bueno de Benoit en su quimera.
El ingeniero llegó puntual a las ocho. El pelo engominado, gemelos y corbatín obligatorios, su traje desprendía perfume de azares y madera, y la camisa nívea refulgía con el mismo brillo de su sonrisa impecable. Estaba tan emocionado por su destino inminente, que el encanto de su acento había cedido a un tartamudeo torpe e intermitente que crispaba los nervios de Calo, quien trataba de concentrarse en el ensayo del discurso de bienvenida.
Fueron dos horas infinitas. El mantel se opacaba ante la fatiga inevitable de las lámparas de aceite. Benoit cruzaba con paso firme el salón de un lado a otro, tratando de mitigar su angustia incontenible, y los dedos de Calo repiqueteaban impacientes sobre la mesa, mientras deseaba no haber anunciado el evento con tanta pompa. A su lado, su nieta ya se había quedado dormida, cuando abrió la puerta Belisario, el hijo menor de los Berrueta. Tratando de impostar una voz varonil que lo traicionaba, refirió las disculpas de su familia por haber faltado al convite y aclaró especialmente, que su padre mandaba a decir “quenofaltaráoportunidad”. María Elisa, se había refugiado inexpugnable, insensible a las súplicas de sus padres, en la casa de una tía cómplice, desde donde había escrito una discreta misiva que el niño acercó respetuoso a la huesuda mano de Benoit. Estimado caballero: espero que llegue a perdonar la involuntaria ofensa que le he provocado. No es mi intensión afligirlo. Lo cierto que he decidido, muy a pesar de mi familia, ingresar al noviciado y tomar los votos en el convento del Loreto, y en tales circunstancias, no corresponde de mi parte alentar sus esperanzas de manera tan irresponsable. Espero que pueda encontrar en la vida la paz con la que Dios hoy me ha bendecido. María Elisa.
Calo apagó secamente la fonola y se bebió de un trago un vaso de caña. Benoit dejó caer el papel al suelo con la miraba perdida en los faroles que persistían en la bruma de la plaza. Mecha se desesperezó ausente y Margarita le susurró al oído toda la circunstancia. No habría magia esa noche. María Elisa no había llegado al postre. Y la nube de mariposas y flores que la niña había imaginado emerger del beso prometido, se desvaneció al tiempo que Nati empezó a fraccionar la comida para llevar al hogar de ancianos al día siguiente.
Benoit arrastró los pasos hasta la puerta de salida y se detuvo en el umbral, desde donde se quedó mirando el cielo con lágrimas en los ojos. Por consolarlo nomás, Margarita corrió hacia él con un trozo irresistible del postre mágico. El joven lo agradeció conmovido y emprendió el regreso saboreándolo devastado.
Pasaron seis meses de la frustrada cena y Nati bendecía el matrimonio de su hija con el francés, al tiempo que elegía los nombres para su primer nieto, que llegaría arrancándole diez días al otoño. La obra del puerto terminó y Margarita siguió a su esposo hacia su nuevo destino.
Una tarde, mientras Calo le sacaba brillo a los anaqueles, Mecha irrumpió sorpresivamente con una afirmación rotunda y fulminante. Nati le pone magias de amor a la comida, por eso Benoit se enamoró de Margarita, porque se comió el postre. Calo le acarició la mejilla, enternecido, respondió que aún era muy joven para entender de esas cosas, que no debía andar diciendo tonterías y que no eran magias sino el destino, que siempre triunfaba en unir a las almas gemelas. La respuesta no fue del todo satisfactoria, pero con el tiempo, mi abuela se olvidó de todo el asunto.
Muchos años después de que el destino, o lo que fuera, le acercara a Mecha su propia alma gemela, la casa se poblaba con los gritos y las risas de sus nietos. Una tarde, sorpresivamente, tocó a la puerta Margarita, convertida en una elegante anciana de orquillas al pelo y anillos en las manos. Se aferró a la abuela en un abrazo interminable. Se pasaron las horas repasando, como podían, sus historias. Benoit había muerto en Argelia durante la guerra, pero había llegado a dejarle a Margarita, dos hijos maravillosos y una casa con malvones y violetas. Margarita había decidido regresar al pueblo para ver por última vez a sus hermanos, ya que presentía que no le quedaba mucho tiempo, sentimiento que expresaba con la alegría de quien ha vivido y ha amado intensamente.
Mecha le tomó la mano, y con los mismos ojos sorprendidos con que escuchaba el relato revelado en su niñez, desempolvó la historia del postre milagroso y la escéptica explicación de Calo. Margarita suspiró dos veces, sonrió serena y como si estuviera hablando con su amiga de diez años, le respondió: Un día interrogué a Benoit, quería estar segura que ya no recordaba a María Elisa. Él me respondió que la noche de la cena, regresando al hotel, había sentido un sudor frío en las manos, un leve mareo y la vista nublada. Atribuyó el malestar al desencanto de lo sucedido. Sin embargo, esa noche no pudo dormir pensando en la niña que había endulzado su derrota. Días después, pasaba por la escuela para regalarle caramelos de miel… Y nunca pudimos separarnos.
Varias horas más tarde, la abuela despidió a Margarita en el zaguán sabiendo que no volvería a verla, con el alma satisfecha del reencuentro y la certeza que el destino no siempre se lleva todo el crédito.

La Confitería Sangiorgio funcionó en San Nicolás, desde 1880 hasta 1937, en la esquina de las actuales calles Mitre y Sarmiento.

mis manos, tus ojos

mis manos vuelan, se despliegan, se deslizan,
agitan el aire, lo capturan, lo liberan…
tus ojos las persiguen, las sostienen, las enfocan…
recorren la anárquica estela de su danza.
una gota fría resbala en el cristal, la música diluye las voces ajenas
y las palabras continúan…
nos sumergen como un río desbordado,
nos conducen, nos aislan:
los celos, los amores, las malas decisiones,
las libertades ganadas en los espacios incompletos,
las preguntas oportunas, las respuestas precisas,
las leyes y excepciones, los monopolios, las tiranías…
tu abnegada abstinencia contiene mi narcosis.
persisto en la distancia, pero te entrego confesiones….
mis manos escapan, retroceden y arremeten,
dibujan a tus ojos el adn de mi vida.
tus ojos las escrutan, las sopesan, las calculan,
midiendo el espesor binario de mis gestos.
ya no me indagues, ya no me explores, no me definas…
que tus ojos descansen al fin y se queden
en el arco de mi ceja, en la carne de mi boca, en el filo de mi cuello…
y recojan de la luz la certeza de este instante.
no hay misterio detrás de lo evidente,
no hay misterio...ni vale la pena.

martes, 25 de agosto de 2009

el ángel

en la noche del gótico, un ángel lloró…
sus alas húmedas bajo el primer rocío
no pudieron abrirse para retomar el vuelo.
la cabeza trémula de pena derrotada…
temblaron sus manos sobre el vientre desvastado.
era éste el castigo por haber amado a un hombre,
por dejar el cielo helado
tras esta tierra de lunas y vientos enloquecidos?
a la vera del tiempo había crecido su sueño
recortado en la ventana iluminada de música y especias,
donde había engendrado la vida y la había esperado.
había deseado la espera y le había temido.
ahora solo anhelaba la lluvia sobre las lajas de Saint Jaume
y el abrazo blanco de su amor herido.
ya solo esperaba el mar
y el peñasco prometidos.
cerró los ojos y observó la ciudad…
las cúpulas somnolientas destilando el estallido de las ramblas,
candentes de malvones los hierros modernistas,
las gárgolas templarias en tierra de moros,
agonizantes las farolas,
dibujando la acera con su propia sombra.
observó la ciudad y cerró los ojos.
lo supo… fue la última lágrima en su perfil de jazmines.
ya nada le importó si todo estaba escrito.
se había extinguido la pequeña llama
pero su corazón quiso retener el brillo.
la eligió su sol. la soñó su estrella.
llenaría de luz el espacio de su olvido.
imaginaría su rostro y amaría su sonrisa
y sería el nombre de su propia fortaleza.
cuando volviera el alba y el temor a la nada,
pensaría en ella…

viernes, 7 de agosto de 2009

me sueñas

van a encandilarme esos ojos
indagando mi espesor.
voy a concederle a tus besos
que no siempre tengo razón.
vas a darme todo
sin que pida nada,
de eso se trataba
este asunto entre los dos.

yo voy a ordenar tus cajones
y tu agenda de don juan.
voy repetir con caricias
que no encuentro otro lugar.
te daré motivos
para que desistas
y para que insistas
en volver y perdonar

tuve otros planes, tuve otro cielo
pero en tu abrazo quiero vivir
ya descifraste mis enigmas y mis lunas,
y me vuelves a elegir…
Hace tiempo nos confesamos,
nunca pedí tu absolución.
yo estaré lejos de ser lo que soñabas
pero me sueñas como soy…
yo estaré lejos de ser lo que soñabas
pero me sueñas como soy.

tuve que cambiar mi estrategia
y dejarte presumir
que incendiabas mis bastiones
para conquistarme al fin.
soy el territorio
para tus banderas
y tal vez me atreva
a ceder sin resistir.

tienes que entender mis humores
y que seas mi adicción.
ya sabes bien cómo me pone
que te quedes cuando me voy.
preso de mi espalda
yo te llevaría.
cuanto pagarías
por librarte de este amor?

tuve otros planes, tuve otro cielo
pero en tu abrazo quiero vivir
ya descifraste mis enigmas y mis lunas,
y me vuelves a elegir…
Hace tiempo nos confesamos,
nunca pedí tu absolución.
yo estaré lejos de ser lo que soñabas
pero me sueñas como soy…
yo estaré lejos de ser lo que soñabas
pero me sueñas como soy.

martes, 4 de agosto de 2009

alibei

detrás de los cristales
libélulas forjadas resisten el invierno.
las desgreñadas frondas de alibei perduran.
las venas de san joan persiguen el arco.
el cielo se recorta en cornisas modernistas.
el sol habita tibio,
transparente,
generoso,
y devuelve mañanas de libros,
café negro
y abrazos.

por dentro, el espacio se llena de pájaros,
de flores y especias,
de besos cotidianos.
un mapa de maderos
destellando llanuras,
naranjos y cuaresmas.
la espalda de acero de nuestro sueño nuevo.
la espera en la vigilia de tu regreso repetido.
un pasado en dos idiomas
destilado en mil recuerdos
y el mundo recorrido
poblando los estantes,
las paredes,
los rincones.
tu silencio tranquilo,
mi escándalo refugiado.

las hornallas ya bullen,
hay música en el aire.
los amigos vendrán y el tiempo será nada.
vino en las sonrisas,
babel en las palabras.
historias como mares devorarán la arena.
encenderé candelas con la casa de fiesta.
y buscaré tus brazos para abrazar la noche…
y dejaré en tus ojos las huellas del futuro…
y será tu caricia la que me deje dormida.

circolo

tul celeste y sonrisas robadas.
la mágica espuma de la música negra
endulzando el aire en narcosis del circolo
su mirada… clara, profunda, transparente
tanto como el mar que lo alejó de su historia,
como un faro, una bengala
incendiando el estertor de la noche perfecta.
si pudiera volver, si pudiera volar
al momento preciso en que tomó mi mano,
al exacto segundo en que decidí quedarme
a la vera de su abrazo,
a la orilla de su aliento,
refugiada en la sombra de su espalda protectora,
soñando nuestra casa en la tierra elegida…
…los viajes, la guerra, su isla añorada,
su infancia de alcornoques, limón y cantinelas.
presentir buenos aires desde la cubierta helada.
“ la ideal “ esperando , la edad, la distancia,
la familia vasta, intensa, generosa.
tres soles en el alma,
alumbrando el camino que nos dispuso el tiempo.
ha pasado tanto…
tanto hemos vivido…
he pisado mis días, he dejado mi huella,
he aprendido a perdonar y a reirme de nada,
he sabido llorar con la esperanza viva,
a querer sin retazos ni remiendos.
tanto sol por la ventana,
tanto cielo en las manos,
su recuerdo siempre…
nuestro amor perpetuo.

banderas

tengo contados los dedos de mis manos
y las miserias que caben en un rezo.
he calculado el largo del cometa,
el peso de los ángeles, las horas del invierno.
yo sé el color de los amaneceres húmedos
y el sabor espeso de los miedos viejos.
puedo decir el nombre de los dioses,
las caras del oráculo, los números prohibidos...
... pero te vi y dudé de todas mis certezas.
cerré mi cofre de pesas y medidas.
por derrumbarme en la madera de tus brazos,
cedí al conjuro perfecto de tus besos.
quise abrazarte, medirte, contenerte
y repetirte en el tiempo suspendido
para que no te vayas, para que al fin te quedes
y esperes conmigo el final de la noche...
... en tu distancia me supe derrotada
y la derrota se hizo dulce, etérea, desvelada.
podría mentirte y hablarte de esperanzas.
podría callar esperando tu regreso.
podría medir los gestos, las palabras
e imaginar mi próxima estrategia,
el instante frágil, la eternidad imposible,
la nostalgia nueva de lo que no vivimos…


… pero tus ojos incendian mis banderas,
y busco el rito profano de tu boca,
y frente a todas mis verdades conocidas,
y pese a todos mis enigmas descifrados,
elijo tu milagro y lo nombro mi destino.