viernes, 28 de junio de 2013

Miss Bennett

Existe un instante preciso de los plenilunios de verano en que, si uno se asoma desde la fuente de la calle Sucre, la luna se alinea perfecta, esférica, refulgente, con la aguja de la Glorieta de Barrancas de Belgrano. Como un disco de papel níveo que en su vuelo ascendente sobre el perfil en caos de antenas, cables y chimeneas, hubiera quedado atrapado por el alfiler emergente de la pagoda de zinc. El momento es exacto y breve, como suele suceder con las visiones imposibles. El lapso imperceptible en que la penumbra agonizante muta en el azul indefinido que da paso a los primeros indicios de la oscuridad. La magia se percibe en el peso húmedo y denso del aire y quizás, con un poco de oficio y visión entrenada, se consigue limpiar la mirada de la memoria inmediata y descubrir al Eternauta y al tornero Franco agazapados tras la baranda herrumbrosa del basamento.
Detrás de la onda voluptuosa de la glorieta estalla estridente un Jacarandá y bajo la bóveda de madera blanca obra el milagro. Los compases de una milonga ronca escapan anárquicos de los parlantes y sobre la grilla del piso los pies se deslizan y entreveran, los cuerpos se quiebran, se sostienen, se yuxtaponen, atrapados en un sopor narcótico que los comanda como si fueran marionetas alucinadas. Observando desde perímetro de hierro forjado, se desdibujan los escalafones, los credos, las edades, los dialectos. Sólo prevalece la música y los contornos acoplados de caballeros y damas que se funden en un firulete infinito, serpenteante, cósmico.
Hace algunos años, amalgamados en la misma masa de feligreses y presos del mismo conjuro, Miss Bennett y Ying Hao desandaban el enredo de sus propios pasos sobre la pista. Yo no llegué a verlos pero Don Blas, que ya en esa época estaba a cargo de los discos, me contó la historia. Miss Bennett había llegado a Buenos Aires como ama de llaves de la embajada de Australia, distante unas pocas cuadras de la plaza. Había descubierto la milonga de la glorieta en una de sus caminatas vespertinas. Se había aproximado curiosa y al subir un par de peldaños de la escalinata de Carrara, alguna mano tomó su brazo y la condujo en una sucesión de giros, cortes y cadenas que ella trató de seguir con torpeza, pero que terminaron por quebrar su recelosa resistencia. Tarde tras tarde regresaba a rendir culto a una adicción involuntaria que la invadía y le costaba reconocer en su fatigado corazón, pero que llenaba de color y música sus horas de descanso y su anatomía veterana.
Ying Hao, en cambio, trepó desde el barrio Chino hasta la glorieta en un deliberado intento de descubrir por sí mismo aquello que su hermano le había anticipado: “cruzando las vías, en la ladera del parque, algunos argentinos se reúnen a bailar una danza extraña, parece que es la costumbre por aquí…” Para cuando se animó a posar el primer pie sobre la pista, después de estudiar con una conciencia analítica las secuencias y repeticiones que observaba, asumió que el idioma sería una barrera infranqueable en el abordaje de una compañera y decidió practicar solo, ciñendo por la cintura un espectro sólo visible a sus ojos.

Quizás por la convicción con que Ying Hao guiaba los pasos de su pareja imaginaria, ningún parroquiano lo interrumpió en su danza solitaria. Sólo Miss Bennett, desde el extremo opuesto de la pista, decodificó el motivo de su aislamiento en la timidez de sus gestos. Se aproximó a Ying y lo saludó sonriente en un rudimentario chino mandarín que había heredado de los albores de su “carrera diplomática” como cocinera del consulado en Hong Kong. Sorprendido, Ying Hao irguió su cabeza, abrió sus ojos estrechos y arqueó las cejas expresando el asombro de escuchar sonidos conocidos más allá de la calle Arribeños. Miss Bennett le devolvía una sonrisa franca y le extendía la mano blanca, convidándolo a seguirla en comunión con el bandoneón canyengue que alentaba a reanudar la rueda. Sonaba “Tinta Roja” y sumergidos en un abrazo de principiantes, se aislaron del mundo a través de los melancólicos compases, dibujando en las baldosas una estela sensual y transparente. Con el acorde final, Ying estrechó la mano de Miss Bennett agradeciendo con sinceridad la deferencia, y escapó barrancas abajo, exultante, abordado por un entusiasmo inesperado, su cuerpo aún vibrando con la música que llegaba desde la glorieta. Ella lo siguió con la mirada, satisfecha y segura de haber sumado un discípulo a la cofradía arrabalera.
La tarde siguiente fue Ying Hao quien se acercó a Miss Bennett para invitarle una pieza. En un mar en movimiento de personas anónimas y diferentes, sus ojos se aferraron al rostro amable, iluminado de su compañera, como náufrago a su balsa improvisada. Desde entonces, así se sucedieron los atardeceres en la glorieta, ambos fieles a la cita, intercambiando diálogos breves, sonrisas amigas, emocionadas, compartiendo el refugio sonoro y circular para su nostalgia por las antípodas. Habían nacido sobre un mismo meridiano, habían surcado mares y decenios, para repetir cada tarde, en una plaza tachonada de faroles al otro lado del mundo, la ceremonia secreta de dos extraños forasteros.
Un atardecer de nubes rojas, de esas que presagian las tormentas, Ying acudió puntual a la glorieta. Ya había algunas parejas arrastrando sus pisadas sobre el pavimento gastado y otras se fueron sumando con la sucesión de tangos y valsecitos. Miss Bennett nunca llegó esa tarde, y tampoco lo hizo la tarde siguiente, ni el resto de las tardes en que Ying regresó para hurgar desconcertado entre las miradas y los cuerpos. Nadie pudo contarle lo poco que se sabía sobre el motivo de su desamparo. Nadie supo cómo. Nadie conocía las palabras. Los gestos eran vagos e insuficientes. Derrotados, acordaron dejar que bailara una milonga eterna con su pareja vacía, atrapando el aire con el arco de sus brazos, como la primera tarde en la glorieta. Sólo algunos observadores aguzados advertían, en las nochecitas mágicas de luna llena, al fantasma de Miss Bennett ensayando ochos y contrapiés, habitando para siempre su abrazo devastado.