lunes, 26 de octubre de 2009

de la magia y el destino

Meses atrás, la pared de una de las salas de mi madre se pobló inesperadamente de una constelación de retratos antiguos. Ella misma los había rescatado de los baúles herrumbrados donde habían permanecido en un letargo casi centenario. Repasando en detalle aquella sepia monocromía, recortada pesadamente en un escándalo de formas y tamaños, me capturó el salón de la mítica Confitería Sangiorgio.
Mi tatarabuelo, Calo Sangiorgio, un genovés testarudo y progresista, la había fundado por los días en que el pueblo estrenaba siglo en cinco idiomas. Durante años, se disputó con el Club Social la jerarquía de “sede de encuentro” de la acicalada y floreciente sociedad local, y a sus mesas se congregaban comerciantes emprendedores, hacendados satisfechos, intelectuales febriles y anarquistas en fuga. No por falta de escudo, esta pequeña elite cosmopolita adolecía de estilo y entre naipes, caña y tabaco, se amalgamaba puntualmente bajo la tutela de los gobelinos de Sangiorgio.
El orgullo de Calo eran sus licores, sus helados y sus pannetone, todos elaborados según las recetas estrictas que había aprendido durantes sus meses a bordo del Principessa Mafalda. Sin quererlo, quizás también a su pesar, había zarpado de Génova como armador de barcos y había arribado transformado en repostero y licorista. Con el tiempo, el pueblo entero terminó por sucumbir a sus manjares, que destilaban almíbares, especias, y óperas de Verdi.
La fotografía me había impresionado al punto que temí que si no dejaba de mirarla, cobraría vida, como si los personajes retratados estuvieran esperando alguna señal para empezar a hablar y circular entre sillas y escaparates, y el humo de las pipas a trepar errante hasta las cornisas, y el péndulo del reloj a resistir en dos tiempos su cautiverio. Acodado sobre el mostrador caoba, los mostachos del abuelo Calo dominaban el mar de panamás y bombines. Intercalados con las mesas, los mozos, de chaleco y delantales al tobillo, sonreían diligentes con las bandejas en alto. En primer plano, el juez de paz miraba a la cámara severo, una mano sobre la otra y las dos sobre la empuñadura de su bastón de bambú y detrás de él, los peinados a la gomina contenían, sin mucho éxito, varios intentos revolucionarios.
A través del cristal de las carameleras asomaban cómplices las cabezas enmarañadas de la nieta menor de Calo, mi abuela Mecha, y de Margarita, cuarta hija de Natividad, la cocinera principal. O Nati, como todos la llamaban, una correntina, todo amor y melaza, que se había descolgado por el río escapándole a un cafisho vengativo y pendenciero. Al descubrirlas en la imagen, recordé una de las historias con las que a Mecha, ya abuela de nueve nietos, le gustaba acompañar las sobremesas de anises y peladillas.
Al momento en que había sido tomada la fotografía mi abuela habría tenido unos diez años y Margarita debería entonces haber cumplido los catorce. Andaban siempre juntas. Hurgaban los rincones del salón y la cocina como si necesitaran develar algún misterio extraordinario. Habían descubierto también que Becker pagaba mejor que Lugones a la hora de agobiar a los parroquianos con maratones poéticas a cambio de monedas, y la estrategia perfecta para hurtar de la despensa huevos de codorniz y dulce de cayote. Nati, que estaba al tanto de estas incursiones, pasaba de ejercer controles, en el caótico ajetreo de su rutina. Menos se esperaba del abuelo Calo, siempre absorto en su música, su política, sus fantasmas ligures y los vahos de una nostalgia teñida de agradecimiento por todo lo que había vivido en su ya septuagenaria existencia. Así las cosas, las niñas habían montado en la bodega, escaleras abajo, su base de operaciones y desde allí controlaban los movimientos, las noticias, los secretos e intrigas que circulaban sobre las baldosas en damero del salón.
Seguían al día las novedades sobre la cruzada de Benoit, un joven ingeniero alsaciano que había llegado al pueblo al frente de la ampliación del puerto. A un mes de su arribo, había conocido a la hija del intendente Berrueta, María Elisa, y desde entonces gastaba las noches de cigarrillos eternos desarrollando tácticas imposibles para conseguir su atención. Todas las tardes, a la hora en que las mantillas negras se copiaban en el camino a la catedral, y la pirámide de la plaza conseguía su sombra más larga, Benoit pasaba por el mostrador de Calo a morigerar su amorosa desazón y relataba en tono épico, los mágicos encuentros provocados.
Tanto Nati como las niñas habían subscripto de manera inmediata a la causa alsaciana porque el joven parecía tener buenas intenciones, pero por sobre todas las cosas, porque se entregaban embelezadas al embrujo de su exótico y refinado acento. Calo se limitaba a escrutarlo a través de sus tupidas cejas, mientras le servía la segunda vuelta de bebida esperando encontrar la manera de ayudarle, tal vez en pos de resarcir alguna historia de amor frustrado, de esas que nadie conocía porque se habían quedado del otro lado del océano. Y al fin un día golpeó el mostrador con tanta fuerza, que las copas y las botellas parecieron dar la última llamada a misa de siete. Su genio iluminado había conseguido resolver la manera de aliviar la agonía enamorada de Benoit y aprovechar el beneficio político de recibir en su prestigioso local a la familia entera del intendente. Usted haga lo que le digo y verá como nos ponemos al padre en el bolsillo. Invite a toda la familia a cenar el jueves, como si fuera cosa de homenaje de su empresa a la intendencia. Nati y yo nos encargaremos del resto, y ya va a ver, esa niña no tendrá ojos para otros ojos.
Esa noche, Calo se abotonó orgulloso la levita a rayas, lustró los cristales de las vitrinas y la plata de los cubiertos, y miró cincuenta veces su reloj de cadena, esperando la hora en que la Confitería Sangiorgio abriera las puertas a los Berrueta en pleno. Nati se había pasado la tarde cocinando, los pómulos enrojecidos al calor de los fuegos. Faisanes, pasteles, sopa de profiteroles, risotto, conejos guisados con alubias e hinojos, mazapán con frutas. Un menú de seis platos infalibles que Calo había elegido regar con las joyas de la bodega. Entre morteros, cucharas y cobres, las niñas habían participado de los esmerados preparativos y detrás del costal de harina, Margarita le reveló a Mecha el más celoso de todos los secretos culinarios de la correntina. Esa noche, cuando sirvieran el postre se obraría un milagro. Nati había preparado los tocinos del cielo con una receta heredada de sus ancestros hechiceros, de probado éxito en la producción de parejas felices. Qué mejor excusa para medir el efecto de la brujería guaraní que la de ayudar al bueno de Benoit en su quimera.
El ingeniero llegó puntual a las ocho. El pelo engominado, gemelos y corbatín obligatorios, su traje desprendía perfume de azares y madera, y la camisa nívea refulgía con el mismo brillo de su sonrisa impecable. Estaba tan emocionado por su destino inminente, que el encanto de su acento había cedido a un tartamudeo torpe e intermitente que crispaba los nervios de Calo, quien trataba de concentrarse en el ensayo del discurso de bienvenida.
Fueron dos horas infinitas. El mantel se opacaba ante la fatiga inevitable de las lámparas de aceite. Benoit cruzaba con paso firme el salón de un lado a otro, tratando de mitigar su angustia incontenible, y los dedos de Calo repiqueteaban impacientes sobre la mesa, mientras deseaba no haber anunciado el evento con tanta pompa. A su lado, su nieta ya se había quedado dormida, cuando abrió la puerta Belisario, el hijo menor de los Berrueta. Tratando de impostar una voz varonil que lo traicionaba, refirió las disculpas de su familia por haber faltado al convite y aclaró especialmente, que su padre mandaba a decir “quenofaltaráoportunidad”. María Elisa, se había refugiado inexpugnable, insensible a las súplicas de sus padres, en la casa de una tía cómplice, desde donde había escrito una discreta misiva que el niño acercó respetuoso a la huesuda mano de Benoit. Estimado caballero: espero que llegue a perdonar la involuntaria ofensa que le he provocado. No es mi intensión afligirlo. Lo cierto que he decidido, muy a pesar de mi familia, ingresar al noviciado y tomar los votos en el convento del Loreto, y en tales circunstancias, no corresponde de mi parte alentar sus esperanzas de manera tan irresponsable. Espero que pueda encontrar en la vida la paz con la que Dios hoy me ha bendecido. María Elisa.
Calo apagó secamente la fonola y se bebió de un trago un vaso de caña. Benoit dejó caer el papel al suelo con la miraba perdida en los faroles que persistían en la bruma de la plaza. Mecha se desesperezó ausente y Margarita le susurró al oído toda la circunstancia. No habría magia esa noche. María Elisa no había llegado al postre. Y la nube de mariposas y flores que la niña había imaginado emerger del beso prometido, se desvaneció al tiempo que Nati empezó a fraccionar la comida para llevar al hogar de ancianos al día siguiente.
Benoit arrastró los pasos hasta la puerta de salida y se detuvo en el umbral, desde donde se quedó mirando el cielo con lágrimas en los ojos. Por consolarlo nomás, Margarita corrió hacia él con un trozo irresistible del postre mágico. El joven lo agradeció conmovido y emprendió el regreso saboreándolo devastado.
Pasaron seis meses de la frustrada cena y Nati bendecía el matrimonio de su hija con el francés, al tiempo que elegía los nombres para su primer nieto, que llegaría arrancándole diez días al otoño. La obra del puerto terminó y Margarita siguió a su esposo hacia su nuevo destino.
Una tarde, mientras Calo le sacaba brillo a los anaqueles, Mecha irrumpió sorpresivamente con una afirmación rotunda y fulminante. Nati le pone magias de amor a la comida, por eso Benoit se enamoró de Margarita, porque se comió el postre. Calo le acarició la mejilla, enternecido, respondió que aún era muy joven para entender de esas cosas, que no debía andar diciendo tonterías y que no eran magias sino el destino, que siempre triunfaba en unir a las almas gemelas. La respuesta no fue del todo satisfactoria, pero con el tiempo, mi abuela se olvidó de todo el asunto.
Muchos años después de que el destino, o lo que fuera, le acercara a Mecha su propia alma gemela, la casa se poblaba con los gritos y las risas de sus nietos. Una tarde, sorpresivamente, tocó a la puerta Margarita, convertida en una elegante anciana de orquillas al pelo y anillos en las manos. Se aferró a la abuela en un abrazo interminable. Se pasaron las horas repasando, como podían, sus historias. Benoit había muerto en Argelia durante la guerra, pero había llegado a dejarle a Margarita, dos hijos maravillosos y una casa con malvones y violetas. Margarita había decidido regresar al pueblo para ver por última vez a sus hermanos, ya que presentía que no le quedaba mucho tiempo, sentimiento que expresaba con la alegría de quien ha vivido y ha amado intensamente.
Mecha le tomó la mano, y con los mismos ojos sorprendidos con que escuchaba el relato revelado en su niñez, desempolvó la historia del postre milagroso y la escéptica explicación de Calo. Margarita suspiró dos veces, sonrió serena y como si estuviera hablando con su amiga de diez años, le respondió: Un día interrogué a Benoit, quería estar segura que ya no recordaba a María Elisa. Él me respondió que la noche de la cena, regresando al hotel, había sentido un sudor frío en las manos, un leve mareo y la vista nublada. Atribuyó el malestar al desencanto de lo sucedido. Sin embargo, esa noche no pudo dormir pensando en la niña que había endulzado su derrota. Días después, pasaba por la escuela para regalarle caramelos de miel… Y nunca pudimos separarnos.
Varias horas más tarde, la abuela despidió a Margarita en el zaguán sabiendo que no volvería a verla, con el alma satisfecha del reencuentro y la certeza que el destino no siempre se lleva todo el crédito.

La Confitería Sangiorgio funcionó en San Nicolás, desde 1880 hasta 1937, en la esquina de las actuales calles Mitre y Sarmiento.

mis manos, tus ojos

mis manos vuelan, se despliegan, se deslizan,
agitan el aire, lo capturan, lo liberan…
tus ojos las persiguen, las sostienen, las enfocan…
recorren la anárquica estela de su danza.
una gota fría resbala en el cristal, la música diluye las voces ajenas
y las palabras continúan…
nos sumergen como un río desbordado,
nos conducen, nos aislan:
los celos, los amores, las malas decisiones,
las libertades ganadas en los espacios incompletos,
las preguntas oportunas, las respuestas precisas,
las leyes y excepciones, los monopolios, las tiranías…
tu abnegada abstinencia contiene mi narcosis.
persisto en la distancia, pero te entrego confesiones….
mis manos escapan, retroceden y arremeten,
dibujan a tus ojos el adn de mi vida.
tus ojos las escrutan, las sopesan, las calculan,
midiendo el espesor binario de mis gestos.
ya no me indagues, ya no me explores, no me definas…
que tus ojos descansen al fin y se queden
en el arco de mi ceja, en la carne de mi boca, en el filo de mi cuello…
y recojan de la luz la certeza de este instante.
no hay misterio detrás de lo evidente,
no hay misterio...ni vale la pena.