domingo, 6 de mayo de 2012

Los venenos

Blanca sabe de fórmulas y alquimias. Conoce las propiedades de la eufrasia y el alcanfor, el peso de los elementos, el color de los jarabes, y la dosis exacta para analgésicos y purgas. Pero su vademécum de certezas se evapora, se volatiliza al crisol de su corazón apasionado, mientras espera la hora prometida…


Blanca llegó cuando Rosario lloraba a Bordabehere. El barrio entero desconfió de la pericia de la nueva boticaria, como lo había hecho unos meses antes la mesa examinadora que accedió, no sin recelo ni desconcierto, a que una mujer egresara por primera vez de esa casa de estudios. Con el tiempo, prejuicios y suspicacias cedieron a su modo afable y sus ojos de turmalina negra. La “Farmacia El Progreso, de Blanca E. Vallejos”, como orgullosamente pendía entre filetes y flores sobre la puerta con biseles, terminó por convertirse en el centro social y político al este de la estación. Bajo la tutela de la cínica sonrisa de un Geniol martirizado, se amalgamaban debates ideológicos, críticas literarias y chismes a la orden del día.

Para Blanca la farmacia era su mundo, lo contenía por completo. Nada de su vida excedía los muros. Ella y su madre, Doña Clara, compartían vivienda detrás del salón con Pio, un gato persa de denominación pontificia y modales cortesanos que el Padre Lázaro les había encomendado como herencia al dejar la parroquia. Todo lo que necesitaba cabía en ese perímetro en ochava al que se dedicaba por completo y Blanca despedía el medio siglo protegida en su baluarte de Galeno, donde hubiese podido resistir eternamente a base de discos de Oscar Alemán, anises vespertinos, crucigramas de “La Capital”...al amparo del Sagrado Corazón, que impartía bendiciones desde el centro de la sala.

Hasta que un día conoció a Carlos…

Fue al final de un otoño de tempestades y borrascas. Carlos estacionó el Plymouth azul, interminable, frente a las vitrinas y desde el mostrador, Blanca lo observó paralizada transitar los pocos metros hasta la farmacia, protegiéndose de la lluvia con un maletín definitivamente insuficiente. De chambergo y sobretodo implacables, al abrir la puerta saludó con cortesía y se presentó como el nuevo visitador médico para la zona. Cuando estrechó su mano, Blanca sintió temblar los anaqueles y corrió a persignarse detrás del terciopelo verde que separaba la botica del laboratorio. Desde ese momento supo que no habría antídoto ni poción contra esa mirada lacerante que le erizaba la piel. La herida fue certera y profunda. Letal. Y fue un veneno dulce… y la agonía fue lenta…

Carlos volvía cada quincena, y Blanca disimulaba lo poco que podía la voz trémula y el sudor helado que le corría por la frente. Si nunca había sentido la sed urgente de una boca imposible, por qué debía enfrentar ahora este ejército de emociones rebeladas?

Una tarde de pocos clientes y demonios en el aire, Carlos la besó… Blanca no se resistió, no pudo resistirse. Solo atinó a entornar la puerta que daba al patio donde Doña Clara persistía en su siesta de canarios y malvones. Las pesadas persianas del frente cayeron y los clientes se sorprendieron de encontrar la farmacia cerrada tan temprano... como empezó a estarlo desde entonces, cada 15 días.

Carlos hablaba un idioma que Blanca nunca había escuchado: pasión, perfume, deseo, cuerpos, fuego, labios, caricias… Para cuando ella aprendió a balbucear las primeras palabras del dialecto maldito, escuchó de su boca que tenía mujer y Blanca se vio ardiendo en el infierno. Ese día se despidieron con la promesa de Carlos de volver por ella para escapar de todo. Blanca asintió estremecida y pasó la noche en vela, con el rosario entre las manos, rogando entre lágrimas por un perdón que nunca llegaría: el de ella misma.

Por la mañana, policías y curiosos se agolpaban contra los cristales. Blanca dormía para siempre, sobre el mármol gélido del laboratorio, su sueño de polvos fraccionados mientras Pio se enredaba entre las piernas inertes que pendían del taburete.

Dicen que el Plymouth azul nunca volvió al barrio.