viernes, 14 de diciembre de 2012

La elegancia del erizo- Desolación de las revueltas mongoles

"...Entonces, tomemos una taza de té. Como Kakuzo Okakura, el autor de El libro del té, que se lamentaba de la revuelta de las tribus mongoles en el siglo XIII no porque hubiera traído consigo muerte y desolación, sino porque había destruido, entre los frutos de la cultura Song, el más preciado de ellos, el arte del té, sé como él que no es un brebaje menor. Cuando deviene ritual, constituye la esencia de la aptitud para ver la grandeza en las cosas pequeñas. ¿Dónde se encuentra la belleza? ¿En las grandes cosas que, como las demás, están condenadas a morir, o bien en las pequeñas que, sin pretensiones, saben engastar en el instante una gema de infinitud? El ritual del té, esta repetición precisa de los mismos gestos y de la misma degustación, este acceso a sensaciones sencillas, auténticas y refinadas, esta licencia otorgada a cada uno, sin mucho esfuerzo, para convertirse en un aristócrata del gusto, porque el té es la bebida de los ricos como lo es de los pobres, el ritual del té, pues, tiene la extraordinaria virtud de introducir en el absurdo de nuestras vidas una brecha de armonía serena. Si, el universo conspira a la vacuidad, las almas perdidas lloran la belleza, la insignificancia nos rodea. Entonces, tomemos una taza de té. Se hace el silencio, fuera se oye soplar el viento, crujen las hojas de otoño y levantan el vuelo, el gato duerme, bañado en una cálida luz. Y, en cada sorbo, el tiempo se sublima".

sábado, 20 de octubre de 2012

El viaje

De un neurótico volcán nos descolgamos
por laderas de orquídeas y quetzales
a las tierras australes de tu sangre
donde el cielo se funde con el río…
para echar este milagro hacia los vientos
y apretar el abrazo en la distancia…
para andar las huellas de los tuyos
y acercar los pasos de los míos…

Los amigos fueron puente y lo cruzamos
hacia un sol destellando primaveras.
Añorando los sonidos de la selva
la memoria a cinco voces nos dio abrigo.
Y empezamos a soñar con este día,
el primero de esta vida que te entrego,
el primero de esta historia que contamos,
el primero de este viaje que emprendimos.  

Será al fin que te nombré mi territorio
y tu amor lo habita soberano.
Al despertar los amaneceres eternos
recordaré por qué nos elegimos.
Cada día me buscaré en tus brazos
y en tu sonrisa de pan de la mañana.
Tu corazón de fuego será mi lumbre…
en mi melena de noche harás tu nido.

lunes, 30 de julio de 2012

Alas

Ahora solo quiero la luz,
tu mirada calma y el aliento de tu boca…
Ahora solo quiero volar
y soltar el lastre de esta noche eterna,
y soñar con tu abrazo
que me llena de flores…
y besar tu sonrisa
cuando me recuerdes.
Si Dios nos puso en esta hora
fue para nombrarte mi escudo,
para darme tus alas,
y habitar en tu mundo de pájaros y soles,
para sanarme en vida,
para lavar mis heridas
y dormir en tu pecho las vigilias negras,
para revelar de a poco
tu corazón inabarcable…
para ser feliz al fin,
alcanzar mis sueños y entregarte todo.
Ahora solo quiero la luz…
y llevarme este amor que me salvó del espanto
y dejarte la paz de haber vivido el milagro.

domingo, 6 de mayo de 2012

Los venenos

Blanca sabe de fórmulas y alquimias. Conoce las propiedades de la eufrasia y el alcanfor, el peso de los elementos, el color de los jarabes, y la dosis exacta para analgésicos y purgas. Pero su vademécum de certezas se evapora, se volatiliza al crisol de su corazón apasionado, mientras espera la hora prometida…


Blanca llegó cuando Rosario lloraba a Bordabehere. El barrio entero desconfió de la pericia de la nueva boticaria, como lo había hecho unos meses antes la mesa examinadora que accedió, no sin recelo ni desconcierto, a que una mujer egresara por primera vez de esa casa de estudios. Con el tiempo, prejuicios y suspicacias cedieron a su modo afable y sus ojos de turmalina negra. La “Farmacia El Progreso, de Blanca E. Vallejos”, como orgullosamente pendía entre filetes y flores sobre la puerta con biseles, terminó por convertirse en el centro social y político al este de la estación. Bajo la tutela de la cínica sonrisa de un Geniol martirizado, se amalgamaban debates ideológicos, críticas literarias y chismes a la orden del día.

Para Blanca la farmacia era su mundo, lo contenía por completo. Nada de su vida excedía los muros. Ella y su madre, Doña Clara, compartían vivienda detrás del salón con Pio, un gato persa de denominación pontificia y modales cortesanos que el Padre Lázaro les había encomendado como herencia al dejar la parroquia. Todo lo que necesitaba cabía en ese perímetro en ochava al que se dedicaba por completo y Blanca despedía el medio siglo protegida en su baluarte de Galeno, donde hubiese podido resistir eternamente a base de discos de Oscar Alemán, anises vespertinos, crucigramas de “La Capital”...al amparo del Sagrado Corazón, que impartía bendiciones desde el centro de la sala.

Hasta que un día conoció a Carlos…

Fue al final de un otoño de tempestades y borrascas. Carlos estacionó el Plymouth azul, interminable, frente a las vitrinas y desde el mostrador, Blanca lo observó paralizada transitar los pocos metros hasta la farmacia, protegiéndose de la lluvia con un maletín definitivamente insuficiente. De chambergo y sobretodo implacables, al abrir la puerta saludó con cortesía y se presentó como el nuevo visitador médico para la zona. Cuando estrechó su mano, Blanca sintió temblar los anaqueles y corrió a persignarse detrás del terciopelo verde que separaba la botica del laboratorio. Desde ese momento supo que no habría antídoto ni poción contra esa mirada lacerante que le erizaba la piel. La herida fue certera y profunda. Letal. Y fue un veneno dulce… y la agonía fue lenta…

Carlos volvía cada quincena, y Blanca disimulaba lo poco que podía la voz trémula y el sudor helado que le corría por la frente. Si nunca había sentido la sed urgente de una boca imposible, por qué debía enfrentar ahora este ejército de emociones rebeladas?

Una tarde de pocos clientes y demonios en el aire, Carlos la besó… Blanca no se resistió, no pudo resistirse. Solo atinó a entornar la puerta que daba al patio donde Doña Clara persistía en su siesta de canarios y malvones. Las pesadas persianas del frente cayeron y los clientes se sorprendieron de encontrar la farmacia cerrada tan temprano... como empezó a estarlo desde entonces, cada 15 días.

Carlos hablaba un idioma que Blanca nunca había escuchado: pasión, perfume, deseo, cuerpos, fuego, labios, caricias… Para cuando ella aprendió a balbucear las primeras palabras del dialecto maldito, escuchó de su boca que tenía mujer y Blanca se vio ardiendo en el infierno. Ese día se despidieron con la promesa de Carlos de volver por ella para escapar de todo. Blanca asintió estremecida y pasó la noche en vela, con el rosario entre las manos, rogando entre lágrimas por un perdón que nunca llegaría: el de ella misma.

Por la mañana, policías y curiosos se agolpaban contra los cristales. Blanca dormía para siempre, sobre el mármol gélido del laboratorio, su sueño de polvos fraccionados mientras Pio se enredaba entre las piernas inertes que pendían del taburete.

Dicen que el Plymouth azul nunca volvió al barrio.